Los enfermeros



Al entrar por primera vez a la habitación en donde debía esperar el donante, varios enfermeros empezaron a preguntarme cosas mientras que controlaban mis signos vitales y manipulaban algunos dispositivos. Yo de curioso intentaba seguir con la mirada lo que hacían y comprender el lenguaje técnico con el que se manejaban. Dentro de tantas cosas, un enfermero me dijo algo como: “acá vas a tener que hacer vida de monje taoísta: tranquilidad, serenidad,  pasividad”, y con las manos hacia un gesto simulando estar en “armonía”.


Con el pasar del tiempo comencé a tenerle asco a todos los olores. Me generaban náuseas y dolor de cabeza. Era horrible. No soportaba el olor al desinfectante, a perfume de ambiente, a desodorante, a ningún tipo de olor.  Hasta había dejado de  ver los programas de cocina porque con solo ver la comida cocinándose y saber que tenía olor me daba repugnancia. Pero una mañana entró una enfermera que tenía un perfume que no me molestaba. No me acuerdo mucho del aroma pero me pareció muy extraño.


Una noche, conversando con una enfermera, me contó que hace mucho le había tocado cuidar a una señora mayor  que por las noches a veces  hablaba sola. Un día decidió preguntarle con quien hablaba  y la señora le contestó que una nena la iba a visitar. “Y… no le podés decir que en su habitación no había nadie, así que le seguí el juego” me había dicho la enfermera.

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